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Yo materno

Texto presentado en Doméstika: las experiencias (Arte Actual Flacso 2018)

 

Por Glenda Rosero Andrade

En el 2015 ya tenía seis años de haber comenzado mi labor materna. También tenía bocetos a medio hacer, ideas escritas por ahí -entre papeles y documentos en la computadora- y un par de diplomas por haber ganado dos salones de arte que, empolvándose, acrecentaban mi vergüenza y mi ansiedad. Ser madre no había sido mi plan de vida, pero estaba convencida que cosas como la maternidad no se planean, sino que solo llegan, así que había que asumirla y ya. No puedo evitar mencionar que la incomodidad de relegar mi tiempo para el cuidado de mis dos niños estaba siempre presente: mi arcilla y mis herramientas de modelado para trabajar cerámica estaban guardadas en una pequeña habitación que hacía, en ese entonces, de taller; apenas veían la luz. En el 2015 nace el Colectivo Dos Guaguas.

¿Qué es esto de la maternidad que tanto me impide trabajar? ¿Qué es esto de ser madre que echa a un lado o dilata los planes que había trazado para mí, para mi vida? ¿Sigo teniendo vida? Apenas intentaba ponerme a trabajar debía atender una demanda infantil, debía hacer la sopa o picar la fruta, cambiar un pañal o simplemente dar cabida a la culpa que rondaba en mi cabeza por no botarme al suelo con los niños y jugar, jugar, jugar. El Colectivo nace de la fatiga, de la duda, de la frustración y del conflicto. Nace en un intento por conciliar mi trabajo con la crianza de mis hijos; nace -sin entender en aquel momento- que mi trabajo también es la crianza de mis hijos.

A partir del 2015, y ya consciente de que la maternidad es un viaje sin retorno, comencé a documentar la crianza de Sergio y Amelia como una tarea que va más allá de lo doméstico: sobre sus pequeñas piezas de ropa -que dejaban de usar porque simplemente crecían- bordaba los bocetos de obras que no verían la luz por falta de tiempo o espacio para desarrollarlas; comencé a materializar mis inquietudes y mis temores. Fue así que el registro de crianza se volvió también un registro de necesidades, un grito de “estoy aquí”, una coartada para evitar anularme. El Colectivo es una bitácora de maternidad. Suena descabellado, pero lo es. En él deposito mis dos oficios llegando a integrarlos y, por qué no decirlo, a reconciliarlos. Estos actos, que realicé desde que nació Sergio y a los que se integró después Amelia, son cómplices de querer encerrar el tiempo, pero de la misma manera, son intentos de consensos con mis objetivos personales y con mi profesión. Intento desterrar la maternidad idealizada y acudo a la rutina para confrontarla con aquello que, en ocasiones, sentí interrumpido. Es un proyecto personal que construye narrativas íntimas.

 

Durante el camino he comenzado a responder lo que nadie me ha preguntado, lo que a casi nadie le ha interesado. He dicho que la maternidad no es fácil, que eso de que la felicidad viene con los hijos es mentira, que aquello que nos dicen acerca de la reproducción como la cúspide de los logros femeninos es un engaño. He dicho también que la crianza es un acto político, que criar seres humanos no es fácil, que nuestra labor -en un sistema en el que todo se mide por resultados de producción- está subvalorada. Lo digo con dibujos, con fotos, con textos, y con objetos que encuentro o elaboro y que forman parte de lo que se mira a través de un lente desvalorizador: la casa y lo doméstico.

El hablar de maternidad despojándose de esa mirada tradicional es como tomar la punta del hilo en una madeja de enredos que, a medida que va desatándose, notamos elementos escondidos que van más allá de aquella desvalorización de la que ya hablé. Notamos que existe un control de nuestros cuerpos basándose en nuestro sistema reproductor, la vigilancia de nuestra conducta a partir de los parámetros de lo que indica la maternidad, y culpas o responsabilidades no compartidas con los agentes paternos debido a la construcción diferenciada dentro de una sociedad que ha relegado a la madre -y a la crianza- hacia un espacio de nulidad productiva, como si el generar afectos y el mantener cuidados no fuese parte de la riqueza.

En el Colectivo expongo/bitacorizo mi cotidiano. Dibujo -a manera de viñetas- a mis hijos creciendo mientras dicen sus ocurrencias infantiles o sus audacias prepuberales, textualizo lo que me incomoda y se lo dejo leer al mundo porque, aunque no me pidan mi opinión, se las doy, parodio lo que me incomoda y me río un poco de lo que nos han hecho creer que es normal, de lo que debe ser así porque simplemente es así. A todo esto, me he encontrado con un descubrimiento grato: no soy la única que está cansada con la cantaleta de cómo ser madre. Esa verdad absoluta de la maternidad como un sendero de sacrificios y como una labor incondicional por parte de quien la ejerce poco a poco se esfuma. Es tiempo de decir “yo materno” como una labor de producción respetada, como un tiempo en el que se tejen valores simbólicos que deberían ser reconocidos en campos que van más allá del corazón de nuestros hijos.

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